Cuando un amigo me pregunta por las ciudades que más me impresionan, siempre tengo varios nombres que lanzo sin vacilación: Segovia, Granada, Sevilla, Burgos, Córdoba.
Gustos dispares los míos. Por una parte la austeridad castellana adornada con la majestuosidad romana como es Segovia, y por la otra el embrujo árabe corriendo por las venas del Genil, del Darro y del padre Guadalquivir. ¿Una más, otra menos? No, no sabría poner un orden; siempre sería injusto, siempre sería justo.
Segovia es de esas ciudades que a uno desde dentro de si mismo, alguna voz, segoviana ,supongo, le está diciendo siempre “¿Cuándo vuelves a visitarme?”.
¿Cuándo he estado en Segovia por última vez? Hace ya unos meses en Semana Santa. Sé que cometí el pecadísimo mortal de no haber vuelto algún fin de semana en verano. Cuando vuelva tendré que cumplir la penitencia que justamente se me imponga.
¡Claro qué recuerdo!,fue el Viernes Santo cuando estuve en Segovia la última vez. ¡Qué maravilla! siempre majestuosa, siempre bella, siempre altiva, siempre austera, siempre limpia, siempre…Segovia. No hay un solo rincón que no sea digno de admiración, pero, disculparme, hoy no quiero hablar de sus piedras entrañables, hoy os quiero contar…
«¿Quién me presta una escalera para subir al madero, para quitarle los clavos a Jesús el Nazareno?»
Con este preámbulo de una saeta popular empieza A. Machado «Su Saeta» dedicada al Cristo de los Gitanos y que luego tan dignamente cantó J. M. Serrat.
Uno que ha tenido el privilegio de escucharla en directo en «
Pero… me faltaba Segovia y el Viernes Santo. La procesión discurría por
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