«Por una mirada, un mundo
por una sonrisa, un cielo;
por un beso... yo no sé
qué te diera por un beso»
Bécquer… Justo allí, en la glorieta que lleva su nombre, en el incomparable Parque de María Luisa de Sevilla, siempre rodeado por miles de pajarillos y flores, justo allí, está el monumento al poeta sevillano, el más representativo del romanticismo español. Nadie como él supo cantar desde el corazón a la vida, al amor y desamor.
Majestuoso impresionante su monumento, allí está Bécquer con el busto adornado con una túnica que nos recuerda a los dioses del Olimpo, con el laurel sobre su cabeza.
Su vida, su obra, no se conciben fuera del fervor romántico y el monumento da fe de ello. Espléndido, románticamente espléndido.
Majestuoso el busto del poeta a la sombra de un centenario árbol. Bellas las damas pétreas que le acompañan representando el eterno sueño del amor. Una esperando ilusionada el amor que sabe llegará, otra viviéndolo con ternura y pasión y la tercera añorando con resignación al amor que se fue, suspirando por la llama que se apagó y que no volverá a brillar nunca más.
Junto a ellos, unos ángeles cupidos con sus arcos y flechas envenenadas por haber herido el amor en un caso y en el otro por ser amor qué hiere, qué hace daño.
Dicen los sevillanos que al atardecer en los días nublados del otoño e invierno, debes sentarte a hablar con Bécquer en el banco que está frente al busto del poeta; con suerte cuando el sol está a punto de caer, sentirás como una brisa estremecedora y fría mece las hojas y ramas de los árboles y entre ellas aparecerá el susurro melancólico del poeta lamentando su desdicha y escuchándole decir…
Podrá nublarse el sol eternamente;
podrá secarse en un instante el mar;
podrá romperse el eje de la tierra
como un débil cristal.
¡Todo sucederá! Podrá la muerte
cubrirme con su fúnebre crespón;
pero jamás en mí podrá apagarse
la llama de tu amor.
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